Gabriel Mario Vélez
(Artista/investigador principal)
Diana Sánchez
(Artista/investigadora en formación)
Oscar Sánchez
(Realizador/investigador en formación)
Eduardo Domínguez (asesor)
Viviana Garcés (asesora)
Nicolás Restrepo (diseñador)

Tras la invención, los usos que se le han dado a la cámara fotográfica han sido infinitos. Consideradas las cualidades de registro de este instrumento tecnológico, condicionadas además por la expectativa de la verosimilitud –y en su forma más tendenciosa de la objetividad–, la fotografía ha colonizado espacios que podrían parecer contradictorios. Por un lado, se habla de imagen fotográfica como un instrumento perfectamente cualificado para servir como herramienta de investigación científica. Por otro, sabemos que, en su uso más popular, la imagen fotográfica se utiliza a la manera de un contenedor de emociones. Y contenedor es una expresión que funciona muy adecuadamente, ya que a la vez que almacena, lo hace de un modo tal que los márgenes de la foto funcionan como un dique de retención, sólo hace falta el gatillo que detone toda la energía explosiva contenida en el encuadre. La colección de fotos que solemos llamar álbum de familia es un conjunto de imágenes cargadas de dicho potencial cinético y que probablemente guardamos con esa intención. Está claro que podemos extraer de ellas todo tipo de informaciones valiosas para un desciframiento de costumbres, modos, usos sociales, políticos o económicos, pero en estos ámbitos, casi podríamos afirmar que se esteriliza de lo que realmente significa: un vehículo para la emoción. Se trata del asalto de la imagen. Un gesto de ataque que todos hemos experimentado y que Roland Barthes ha descrito muy bien en su célebre libro “La Cámara Lúcida”.

Antecedentes del Proyecto

En el año 2003 en una conversación completamente ajena a cualquier preocupación académica o artística, se mencionó la existencia de un archivo fotográfico muy particular: no de un personaje reconocido o patrimonial, ni de un período histórico relevante, sino de un tipo de fotografía ya en desuso, más cercana al comercio que al arte.
El relato era esclarecedor y por lo visto había ocurrido varios años atrás: un carretillero, de los que obtienen su sustento del reciclaje de desechos y basuras, ofreció para la venta a un comprador accidental, un material que no parecía tener mucho valor. En principio el comprador se interesó porque se trataba de una serie de latas de película fotográfica o cinematográfica. No obstante, al momento de tomar una de estas latas en sus manos por el peso se dio cuenta que contenían algo, probablemente película. La intriga era suficiente para aumentar el interés. Pero tal como aconsejan los “manuales” para estos casos, el comprador mantuvo su posición y con desdén hizo la mínima oferta. Luego del regateo de rigor, el carretillero vendió, por el valor de las latas, un material que se había encontrado en la calle y el comprador obtuvo unas baratijas que, en el peor de los casos, podían ser usados como objetos decorativos. Tanto el reciclador como el comprador se fueron seguros de haber hecho un buen negocio.
La gran sorpresa fue cuando el comprador abrió una de las latas. Se dio cuenta que contenían de manera desordenada una serie de negativos ya expuestos y que las imágenes parecían corresponder a algún tipo de producto comercial: imágenes muy semejantes a las que aparecían en los álbumes domésticos.
En aquel momento de la conversación, aunque procuramos un encuentro para echarle un ojo a los negativos, no fue posible revisar el material y la historia no pasó de quedarse como tal.
Pasaron casi 2 años en los que siempre rondó la idea de hacer algo con ese conjunto de imágenes. No se tenía muy claro el qué, en todo caso tendría que dar cuenta del valor nostálgico y patrimonial de dicho material. La ocasión se presentó con la convocatoria de las becas de creación de la Alcaldía de Medellín. Junto con el artista Diego Arango se hizo la recuperación del archivo y se planteó una propuesta de creación que se tituló con el genérico: Proyecto Transeúntes. En ese momento no lo sabíamos, pero dicho trabajo se convertiría en la primera etapa de un proceso de investigación-creación que sigue vigente hasta la fecha dado el volumen y el valor del material fotográfico encontrado.
En el año 2006, en la convocatoria de proyectos del Comité para el Desarrollo de la Investigación –CODI– de la Universidad de Antioquia, se presentó otra oportunidad para realizar una nueva propuesta, esta vez se hizo partiendo de la constitución de un grupo de investigación y la definición de una serie de roles operativos: Gabriel Mario Vélez como investigador principal, dos estudiantes (uno de la Facultad de Artes y otro de la Facultad de Comunicaciones), Diana Sánchez y Oscar Sánchez participan como investigadores en formación; finalmente los profesores Eduardo Domínguez y Viviana Garcés hacen las veces de asesores. Para este segundo momento se concibieron varias tareas, la primera y la más difícil, fue la de buscar y contactar a cuantos fotógrafos hubiesen participado del fenómeno –o por lo menos algunos de ellos–. Para la segunda, se emprendió una campaña de búsqueda de los personajes que aparecen registrados en el archivo. Con tal propósito se publicaron en la página web del proyecto un número aproximado de 1500 imágenes que se sumaron a las 1000 ya existentes. El diseño de la galería de fotos se realizó considerando el elemento fundamental con el cual inicio este texto: el azar. Un asunto que se hace explícito no sólo en los métodos de producción de las imágenes, sino también en la manera cómo se producen los acontecimientos que rodearon dicha producción, además de las muchas casualidades que se sumaron en todo lo relacionado con el descubrimiento del archivo.
Precisamente la localización de los fotógrafos ocurrió como producto de contactos fortuitos, pero que a la postre, nos condujeron a fuentes de inestimable valor para el desarrollo de la investigación. A partir de los testimonios dados por varios de estos personajes fue posible fijar algunas fechas, personajes y situaciones que intervinieron en este tipo de fotografía callejera y que trascendería a la historia con el nombre de fotocine o fotocinería.
Está claro que cuando tuvimos en nuestro poder este conjunto de imágenes llegadas del pasado, y que de un modo directo eran el reflejo de una época, formulamos un inventario de intenciones con distintos objetivos, casi todos en principio, relacionados con el volumen de información que podía ser extraída (antropológica, sociológica, etc.). No obstante, rápidamente otra alternativa nos sedujo al punto de convertirse en el norte de la exploración. Un recorrido que nos sumergió en el laberinto de las emociones humanas desde una aproximación “a ras de suelo”, la misma que funciona como propósito fundamental: explorar los relatos contenidos en las imágenes desde la perspectiva de las historias mínimas. Esto es, teniendo en cuenta el tipo de imágenes del archivo, no tenía cabida la grandilocuencia propia de la Historia, la que se construye a través de los hechos remarcables, sino de las muchas historias –con minúscula– que tienen como protagonista a los sujetos anónimos que transitaron las calles de Medellín en una época específica y de una manera absolutamente aleatoria.

Breve reseña histórica de un episodio urbano
La entrevista es un instrumento muy particular de indagación. Tras localizar las fuentes, tarea que puede ser muy dispendiosa, –la entrevista– ofrece la posibilidad de recoger una gran cantidad de datos, pero que a la vez se mueven el margen de la subjetividad. Opiniones, prejuicios, elucubraciones, se mezclan con datos históricos, precisiones técnicas, etc.
En el caso de este proyecto, cuyo trabajo de campo pasaba por localizar a los sujetos que protagonizaron las situaciones, los relatos siempre se configuraron en el formato de un anecdotario entretenido, lleno de vicisitudes, dramático en algunos episodios y sobre todo, tal como se declaraba antes, el más nítido ejemplo de las historias mínimas de seres anónimos. Las mismas que son el espejo del grueso de una humanidad que se refleja en los márgenes fijos de la fotografía doméstica, la que tan sólo adquiere valor y sentido en el circuito cerrado de los afectos familiares.
Partiendo entonces de dicha premisa, la primera pregunta que se hizo reveló de inicio el perfil con el que nos íbamos a encontrar:
¿Por qué se le dio el nombre de Fotocine o Fotocinería a esta particular práctica comercial de la fotografía?
Fueron varias las hipótesis de acuerdo a los distintos fotógrafos consultados. Algunos aducen que se debe al tipo película usada, ya que para las tomas se utilizaba la –película– de 35 mm en grandes metrajes, la que es habitual en la industria cinematográfica. Otros afirman que se debe a la manera cómo se hacían las imágenes, porque, a diferencia de las que se realizan mientras el sujeto posa, las del fotocine se tomaron mientras el cliente caminaba, transmitiendo de esta manera una cierta sensación de movimiento: “como en el cine”. Lo cierto es que ambas ideas resultan posibles e incluso complementarias, pero hasta la fecha no ha sido posible encontrar el origen preciso de la denominación, ni del momento en el cual empezó a usarse. Para el caso, la mayoría de los fotógrafos que vivieron el fenómeno y trabajaron en el rol, siguen nombrando el oficio como Fotocine sin preocuparse demasiado por la razón.
De un modo más preciso coinciden las versiones acerca de la manera cómo la mencionada práctica llega a Medellín: su arribo se produce desde Bogotá aproximadamente en el año de 1950. Probablemente el primer comerciante que instaló un laboratorio fue Jorge Chacón. En Bogotá se tenía noticia que Foto Rex dirigido por Mario Ruiz Pinzón se había convertido en la empresa que le había dado un uso extensivo al negocio. Precisamente Jorge Chacón había conocido el oficio en Foto Rex y con el propósito de escapar de la competencia había salido de Bogotá y migrado a Medellín para buscar nuevos horizontes. Así lo hizo y localizando el lugar más transitado y céntrico de la ciudad, instaló su gabinete en la calle Junín. Este laboratorio recibió el nombre de Foto Lujo.
Muchos otros que conocieron el Fotocine en Bogotá emigraron a otras ciudades y por fechas semejantes instalaron los laboratorios que se convirtieron en la avanzada del negocio en el resto del país.
Casi tan pronto fue inventada la fotografía, los noveles hacedores de fotos se lanzaron a la calle para convertirla en negocio. Esta claro que la foto callejera era un tipo de fotografía eminentemente urbana y que tuvo como escenario la gran mayoría de las ciudades del mundo. Además del costo, la reducción del tiempo de exposición fue la dificultad más compleja que debieron enfrentar. Problemas que se resolvieron antes de finalizar el siglo XIX, entre otras cosas con la aparición de la película en rollo de Eastman y con el desarrollo de las cámaras de manejo simplificado.
Por la época del arribo de Chacón a Medellín los fotógrafos hacían uso de una cámara Leica de 35 mm. La misma que se había hecho famosa en manos del renombrado documentalista Cartier-Bresson fundador de la Agencia Magnum. Una cámara relativamente sencilla pero que contaba con todo el instrumental necesario para realizar una toma con total control (sistema de enfoque, anillo de diafragma, control de sensibilidades y tiempos de exposición). La Leica había sido la primera cámara que usara el formato de 35 mm. Hasta 1913 los fotógrafos estaban obligados a utilizar pesados equipos de mediano y gran formato o en su defecto usar cámaras fotográficas con la mitad del formato de 35 mm. Ese sería precisamente la contribución de Oskar Barnack a la fotografía: la invención de una cámara de gran calidad óptica, transportable por su tamaño, pero también con buena calidad en la relación formato de película/tamaño de ampliación. Por estas razones la Leica se convertiría en la cámara preferida por los documentalistas y reporteros gráficos.
Dicho equipamiento exigía que el fotógrafo pasara por un proceso de entrenamiento con ciertos requisitos, situación que producía de forma natural en la manera cómo operaban los laboratorios, es decir, los aprendices, generalmente en edades tempranas (de 12 a 15 años) eran contratados para realizar labores de ayudantía y asistencia; luego, según las habilidades y la disponibilidad, asumían los roles más complejos. Dado que no existía un sistema de aprendizaje formal y mucho menos un centro para la enseñanza del oficio, en la mayoría de los casos los fotógrafos de la época (entre ellos los fotocineros) dieron cuenta de haber pasado por un proceso semejante.
Rápidamente otros emprendedores entendieron la bonanza que significaba invertir en el nuevo negocio y en cuestión de una década se instalaron en las proximidades de Junín y en varias de las otras calles de mayor circulación en la ciudad, una gran cantidad de laboratorios que realizaban prácticamente el mismo tipo de fotografía (Foto Técnica, Foto Mar, Foto Real, Foto París, Foto Nueva, Foto Nacional, Foto Moderna, Foto México, Foto Az, Foto 1, etc). En la mayoría de los casos, la competencia aparecía cuando uno de los que había sido formado en alguno de los laboratorios existentes, se independizaba y montaba su propio entable .
De acuerdo a los fotógrafos consultados y ratificado en el archivo con el cual contamos, los sitios donde se apostaban los fotógrafos eran básicamente aquellos donde circulaba la mayor cantidad de gente: la carrera Junín en casi toda su extensión hasta el Parque de Bolívar. En particular uno de los sitios que más gustaba y donde se apostaba el mayor número de fotógrafos, era la entrada del Club Unión. Esto, según nos comentaban algunos de los fotógrafos, se debía a que los transeúntes encontraban en dicho sitio un tipo de valor agregado, tal vez porque se trataba del lugar de reunión para las clases adineradas de la ciudad. De algún modo tomarse la foto en la fachada permitía acceder al mito de un lugar que no tenía otra forma de entrada que no fuera a través de la imagen.
Otros emplazamientos fueron los paseos comerciales conectados y/o cercanos a la calle Junín, uno de los costados de la antigua gobernación, hoy convertida en el Palacio de la Cultura Rafael Uribe Uribe; la carrera Carabobo frente a la puerta de acceso al Palacio Municipal en donde hoy encontramos El Museo de Antioquia; Palacé cerca al edificio “Portacomidas”. Éstos eran lugares de mucho tráfico de gente, y en el que era posible realizar la labor de depredación que implicaba la toma fotocinera. Espacios excepcionales eran los alrededores del Estadio Atanasio Girardot y el Parque Norte tanto en la vía de acceso, la entrada, como en el interior .
En el estadio los fotocineros programaban las excursiones para los días de fútbol, lo cual garantizaba no sólo un intenso flujo de gente sino una actitud más festiva. Esto se hace visible con los gestos, el vestir de los uniformes, las gorras, los grandes radios e incluso con el pollo KoKoriKo en su típica caja para servir de almuerzo en el entretiempo (foto 29).
En el Parque Norte es predominante la toma de niños y grupos familiares. Lugar que era particularmente de los más apetecidos por este pequeño ejército de fotógrafos, ya que en el mismo espíritu festivo del que antes se hablaba, se garantizaba que un 80 o 90 % de los fotografiados reclamaran las imágenes.
Claro que el formato sufre una alteración: el “tratamiento fotocine”, que es utilizado como herramienta para enganchar a los clientes, luego se modifica para proponer la realización de un estudio; es decir, el transeúnte era detenido en su paso y se lo invitaba a posar para la cámara, lo cual implicaba una actitud diferente tanto del fotógrafo como de los modelos. Los sujetos prestos y disponibles para convertirse en imagen asumen la pose más fotogénica, a la vez que el fotógrafo altera la mecánica de la toma, lo que incluso implicaba que la cámara girara para ubicarse en la horizontal: “la foto quedaba mejor” .
Era tan rentable el Fotocine que a principios de los 60, y a pesar de la competencia, Foto Lujo seguía teniendo un sorprendente movimiento. Sólo en este laboratorio se tomaban entre 150 y 160 rollos por día, cada uno de 40 tomas cuando se utilizaba la Leica (la medida se establecía en el laboratorio –en total oscuridad– según la medida de la mano al hombro del laboratorísta de turno). En promedio cada fotógrafo quemaba 15 rollos, en una planta flotante de por lo menos 10 fotógrafos y en un horario que solía comenzar a las 8 de la mañana y terminaba aproximadamente a las 4 de la tarde. En total y haciendo el cálculo aproximado, sólo en éste laboratorio se producía la sorprendente suma de 6400 fotos por día.
También se llegaron a realizar tomas nocturnas y en los interiores de los pasajes comerciales, siempre con flash, lo cual se hacía conectándose a la corriente por medio de un cable o con pilas. Esta última una opción no era muy recurrida, porque implicaba el aumento de los costos de producción por el uso de las pilas.
Para el procesado del material, los fotógrafos entregaban las películas a más tardar a las cinco y los laboratoristas tenían el resto de la tarde y la mañana siguiente para revelar los negativos y realizar los contactos. Las fotos debían estar disponibles para la clientela en el menor tiempo posible.
Es común escuchar entre los transeúntes de la época, los que salían a juniniar por el centro (porque juniniar no sólo se hacía en Junín) o los que bajaban a hacer vueltas , que mientras caminaban por cualquiera de las calles de mayor tráfico, cuando menos 3 ó 4 fotógrafos los ponchaban con sus cámaras. El volumen de producción de los laboratorios así lo demuestra.
Pero el verdadero negocio no estaba en la foto de tamaño contacto, sino en las ampliaciones. Y esa era una de las tareas de la vendedora de mostrador (generalmente una chica bien presentada ): convencer al cliente que se llevara por un módico precio la ampliación tamaño billetera (9×12 cms), la postal (13×18 cms) y en los casos más afortunados las de 20×25 cms o las de mayor tamaño. También se ofrecía una serie de servicios espaciales: de retoque para mejorar la foto; de edición para seleccionar una parte del encuadre; y del telescopio para presentar la imagen en diapositiva. Todas estas estrategias y los recursos en términos de efectos y manipulaciones tenían por objeto ganarse la atención de los clientes y de ese modo sobrevivir e incluso primar en un entorno donde la competencia y el robo de las fórmulas exitosas era la ley imperante.

Con relación a lo femenino, además de las vendedoras o las administradoras de los negocios, no era muy común que las mujeres trabajaran como fotocineras. Si bien hubo casos, todos los testimonios apuntan a que eran excepcionales.
Volviendo al caso particular del señor Chacón, ocurrió que aunque él había sido el iniciador del fenómeno y el fundador de Foto Lujo, la que verdaderamente mantendría el laboratorio hasta finales de los 70 sería la señora Inés Rojas.
Según las malas lenguas la historia que ocurrió entre estos dos personajes tomaría un tinte novelesco, ya que era de conocimiento general que Jorge e Inés además de socios fueron pareja durante los años de fundación de Foto Lujo. Pero en un giro de las circunstancias la pareja se separó, lo que significó para él la renuncia a la empresa que había fundado. Pero Chacón no se quedó de manos cruzadas e instaló un nuevo laboratorio al que bautizó con el nombre de Foto Legal. El éxito que había alcanzado con Foto Lujo le sería esquivo en principio. Su laboratorio, según lo comentado por los fotocineros entrevistados, en un relato que incluso describe el episodio con lujo de detalles, había sido salado . En cualquier caso el señor Chacón encontraría la manera de romper el encanto ya que sería uno de los que mejor partido comercial le sacaría a la moda de los telescopios, particularmente cuando se descubre el truco del virado monocromático (al azul, al rojo, etc).
El nuevo impulso para el fotocine llegaría con el arribo de la cámara Olympus Pen al país. Una cámara de fabricación japonesa con prestaciones muy propicias para las necesidades del negocio. La cámara había sido lanzada en el año de 1959 y la comercialización en el mercado latinoamericano se produciría en los albores de los 60’s.
Algunos de los fotocineros entrevistados asocian la aparición de la cámara con las Olimpiadas de Tokio de 1963, pero como es obvio las fechas no coinciden. En realidad la historia de la marca Olympus se remonta a las primeras décadas del siglo XX. En ese entonces el abogado Takeshi Yamashita crea una empresa para la fabricación de microscopios y termómetros. Para la naciente industria elegiría el nombre de Takachiho inc., en honor a la montaña donde residen los dioses. Pero con el fin de crear una marca de mayor proyección internacional posteriormente cambiaría la denominación a Olympus por razones semejantes. El registró oficial de la marca se realizaría en el año de 1921 y en el 36 se lanzaría al mercado la primera cámara fotográfica, una historia que se ha mantenido hasta la actualidad con la fabricación distintos modelos de cámaras, incluso en el campo de la imagen digital.

La principal característica que hacía tan atractiva la Olympus Pen para el fotocine era la reducción del negativo a la mitad, pero permitiendo el montaje de la misma película de 35 mm que usaba la Leica. Una ventaja fundamentalmente comercial, ya que con la misma cantidad de material se duplicaba la producción de imágenes sin alterar significativamente la calidad de las ampliaciones que se solían hacer. La cámara además contaba, en varios de los modelos que se usaron para el fotocine, con los dispositivos de diafragma, tiempo de exposición, sensibilidad y anillo de enfoque; aunque tenía un diseño más simplificado, permitían el manejo de algunas variables. Esto significó que un mayor número de fotógrafos con un entrenamiento más elemental se dedicaran al oficio.
Con el arribo de la Olympus se llega además al momento de la verdadera industrialización del negocio del Fotocine. Una valoración que puede hacerse a partir de los siguientes factores:
1. Uso de la cámara Olympus Pen, su característica de duplicación y su costo significativamente más bajo que cualquiera de las disponibles en el mercado .
2. Contratación de los fotógrafos por jornada según la producción. El dueño del laboratorio era también el proveedor de las cámaras y del material fotográfico.
3. Película de 35 mm adquirida por latas de 900 pies y cortada en el laboratorio. Aproximadamente de una lata se obtenían de 170 a 180 películas montadas en magazín, cada una de 100 tomas aproximadamente.
4. Toma de las fotos de acuerdo a un esquema preestablecido. El fotógrafo debía ajustar el encuadre y la pose del transeúnte a un modelo compositivo específico, de otro modo la foto se consideraba errada.
5. Preparación de los químicos en grandes volúmenes utilizando las materias primas y las fórmulas magistrales.
6. Revelado de las películas en grandes lotes, usando canecas como contenedores. Un proceso que era calibrado por cada laboratorista según su experiencia .
7. Copiado de los contactos en mesas de luz diseñadas de forma artesanal. Este invento era llamado la fotocopiadora.
8. Papel fotográfico también comprado por rollos de grandes metrajes o en paquetes y que luego era fraccionado en el laboratorio según los formatos comerciales.
9. Almacenaje de los negativos en sistemas de localización utilizando códigos alfanuméricos.
10. Aprovechamiento de los negativos como materias primas. Se sabe que gran parte del material en negativo era vendido por lotes o por peso para distintos propósitos . La mayoría simplemente se tiró a la basura cuando ya había pasado mucho tiempo desde la toma y sobre todo con el cierre paulatino de los laboratorios tras el declive del negocio.

En un manual de procedimiento nunca escrito, el fotógrafo disparaba su Olympus Pen para capturar el transitar de cada uno de los transeúntes anónimos. Utilizaba como provocación la posibilidad muy incierta de suponer que reclamaría la foto. La mayoría no lo hacía. Incluso era común que el fotógrafo amagara el gesto y sólo cuando capturaba la atención del cliente, entonces hacía realmente la toma. Luego del disparo, el fotógrafo le entregaba al transeúnte un recibo con un número de serie de acuerdo a un código establecido por el laboratorio para distinguir un rollo de otro (recibo de foto 1). Este mismo orden debía ser mantenido en el proceso de revelado, en el copiado y en el almacenado de los negativos.
Finalmente el proceso cerraba el ciclo cuando al transeúnte convertido en cliente, a cambio de una pequeña suma de dinero, le era devuelta su imagen en el laboratorio, la misma que antes había sido apresada en el acto furtivo del fotógrafo-depredador (una devolución que no terminó siendo definitiva, pues, afortunadamente, nos quedan los negativos para certificar el hecho).
Una estadística sin mucho rigor propuesta por los fotocineros ubicaba en el momento de su mayor auge un promedio de 5 el número de los transeúntes que se acercaban a reclamar las copias. Lo cual demuestra que dicha cantidad era suficiente no sólo para hacer atractivo el fotocine, sino sumamente rentable.
Es necesario mencionar que el perfil de los fotógrafos fue moldeado en los rigores de las normas del negocio, a la vez que se servía de un tipo de individuo que supo sobrevivir y se movía cómodo bajo dichas leyes.
En general la vida de estos personajes, al igual que el trabajo que desempeñaban se regía también por el azar. Ya se mencionó que en la mayoría de los casos el descubrimiento del oficio se produjo de manera accidental y la sobrevivencia era el acicate para mantenerlos activos. Según el testimonio de la mayoría, los fotocineros vivían al día. No había contrato laboral, ni garantía de continuidad, ni prestaciones, ni jubilación. En el 66 ó 67 se les pagaba a los fotógrafos entre 1.50 y 1.60 pesos por rollo tomado. Un cálculo que nos arroja la cifra aproximada, si tomamos en cuenta el dato de los 15 rollos en promedio, de 23 pesos por día de trabajo.
Por ejemplo en el 78, cuando el Fotocine ya no tenía el mismo poder de seducción de otras épocas, un fotógrafo se ganaba 100 pesos por la toma de 10 rollos, cada uno de 100 fotos aproximadamente. Eso significa que trabajando 20 días en el mes conseguía un sueldo de 2.000 pesos. En una época en la que un obrero ganaba de 1.200 a 1.500 pesos mensuales, se puede concluir que la fotocinería no era un mal empleo, al menos para vivir al día y sin la disciplina que significaba marcar tarjeta en una empresa con horario fijo.
Por otro lado algunos de estos fotógrafos con un espíritu un poco más ambicioso, tan pronto terminaban su labor diaria o durante los fines de semana, se dedicaban al
esplote (o el tote), una modalidad de registro fotográfico sustancialmente diferente a la fotocinería. En el esplote, los fotógrafos se asociaban con otros que contaran con el equipo de trabajo o en tal caso, eran buscados por un empresario que aportaba las cámaras y el material fotográfico para realizar excursiones a sitios escogidos: bares en la noche, restaurantes, festividades especiales, ceremonias religiosas dominicales, pueblos en feria, etc. En la mayoría de los casos el cliente posaba para la cámara y luego de unos cuantos minutos se le entregaba una o más copias en formato billetera (6x9cms). Tal agilidad en la entrega se debía a que los fotógrafos también se movían con un laboratorísta que instalaba en un lugar improvisado la ampliadora y los químicos de procesado.
En una modalidad no muy diferenciada del esplote, algunos fotocineros dicen haber sido lagartos. Lagarto era quien se dedicaba a tomar fotos en las heladerías y en la calle, la entrega se hacía después y el cliente debía pagar un adelanto al momento de hacer la toma.
Algunos de los que se dedicaron al esplote cuentan como una gran efeméride que en varias ocasiones un personaje llamado Salo “el Alemán”, reunía a un grupo de 10 ó 12 fotógrafos para realizar excursiones a las ferias de la costa.
Es significativo que fuera tan habitual entre estos fotógrafos la movilidad que demostraron. No importaba que contaran con una cámara de su propiedad. Se movían confiando que el manejo del oficio les permitiría sobrevivir en cualquier ciudad –del mundo–. Es probable que fuera precisamente ese espíritu aventurero lo que los había convertido en fotógrafos.
Esta misma condición, la del perfil difuso del fotógrafo –fotocinero, de esplote, lagarto e incluso de galería–, fue lo que ayudó a la desaparición del oficio del fotocine y también del esplote. Esa es por lo menos la queja de algunos de los fotógrafos entrevistados cuando se les preguntó por las razones del cierre de la industria del fotocine. Algunos adujeron que muchos de los fotógrafos que llegaron después hacían mal su trabajo e incluso empezaron a robarse las cámaras de los laboratorios. Otros contaban que la competencia era desleal, que perratiaron el trabajo y por lo tanto dejó de ser rentable. Algunos más decían que sus camaradas eran personajes que nunca se preocupaban por el futuro y simplemente se bebían o se vagabundiaban lo que conseguían.
Tal vez sea por eso sea tal la cantidad de cámaras Olympus que aún hoy aparecen en las vitrinas de las prenderías y casas de empeño de la ciudad.
Otro argumento asociado a la desaparición de la fotocinería parece estar relacionado con el fenómeno del narcotráfico que tiene su momento de inicio a principios de los 80 en Medellín. Uno de los tantos personajes añosos que deambula todavía por Junín nos relató que varios de los fotógrafos que trabajaban en el centro fueron ahuyentados por los todavía incipientes traquetos bajo amenaza de muerte: aparentemente querían evitar el peligro de un retrato accidental y comprometedor. Se dice también que algunas de las autoridades utilizaban los archivos de los laboratorios para rastrear las identidades sospechosas o fugitivas.
Es difícil saber qué tan verídico pudo resultar este hecho, lo cierto es que algunos de los usos maliciosos de la imagen se expandieron en el imaginario de los transeúntes y la mayoría ya no quería, ni permitía que se le fotografiara sin permiso.
Se cuenta por ejemplo que algún enamorado no correspondido le pedía a uno de los tantos fotocineros de la calle, que le ayudara a proveerse de una imagen comprometedora de la mujer que lo maltraía . Con tal propósito se preparaba la situación para que el ganoso apareciera “como si” anduviera de la mano de la chica o incluso pasándole el brazo por el hombro “como si” la estuviera abrazando. Todo un ejercicio de estrategia en el que el fotógrafo participaba con su conocimiento de las técnicas de composición.
Según otro relato, alguna que otra chica se hacía invitar de un amigo al que quería para algo más: la invitación era para caminar por el centro, para juniniar y por qué no, tomarse una copa de novios en el Astor ; una costumbre que solían practicar los noviecitos para presentarse en sociedad. Pero dadas las convenciones de la época, no era para nada bien visto que una joven tomara un rol activo en el juego de la seducción, por eso tomarse de la mano, un beso o pedir una foto eran gestos guardados para a un pretendiente ya asegurado, esperando además que fuera él quien diera el primer paso . Mucho más claro era el ritual de hacerse un retrato de galería con toda la parafernalia del estudio. Eso sólo ocurría cuando ya se formalizaba la relación. Bajo tales circunstancias, las jóvenes de familia recurrían al truco de propiciar una foto de transeúnte con segundas intenciones, porque luego se las arreglaban para conservar el recibo, reclamar la foto y también, portarla en su billetera.
Sumado a todos estos casos que resultan bastante anecdóticos, es un hecho que la decadencia del fotocine coincide con la popularización de las cámaras. Resulta paradójico, pero precisamente la llegada de la Olympus Pen, la misma que convertiría en industria al fotocine, plantaría el germen de su desaparición. Porque con este tipo de cámaras, de manera bastante rápida, los usuarios más inexpertos podían ellos mismos ejercer de fotógrafos, con buenos resultados y a un costo bastante accesible. Eso significó que la dependencia de un experto conocedor del oficio ya no era tan necesaria. Está claro que los fotógrafos seguirían y sieguen siendo recurridos para los eventos trascendentales de la ritualidad familiar, pero cada vez se hizo más común que cualquier miembro de la familia podía tomar el lugar del fotógrafo y producir una serie de imágenes, alguna de las cuales reunía las condiciones para ser coleccionada en el álbum doméstico. Los costos de producción también permitían malgastar el material. De ese modo paulatinamente la actividad del fotógrafo callejero dejó de ser recurrida y en una consecuencia lógica, dejó de ser viable como negocio. Sólo siguieron sobreviviendo, de forma precaria, los fotógrafos de parque.
Según los relatos el último laboratorio que sostuvo el negocio de la Fotocinería en Medellín fue Foto 1. Don Rafael y Doña Leo, venidos de Bogotá, mantuvieron abierto el laboratorio hasta principios de los 80. La mayoría de los fotógrafos ya vivían de otra cosa o se habían trasladado a las plazas y parques de la ciudad. Hoy se sabe que Don Rafael vive en Villavicencio, casi ciego, alquila caballos a niños en los días feriados.

entable:Con este arcaísmo, de manera muy descriptiva, se nombra coloquialmente cualquier tipo de estructura (no necesariamente en tablas) que se construye o se pone en servicio.
interior: Los fotocineros comentaban que entrar al Parque Norte estaba prohibido. Razón por la cual tomaban las fotos en las proximidades o hacían todo tipo de trampas para entrar la cámara o procurar que alguien no sospechoso lo hiciera.
Kokoriko: es una de las empresas que con varias subsidiarias se convirtió en el asadero y venta de pollos más popular en Medellín.
“la foto quedaba mejor”: Expresión usada por varios de los fotocineros.

juniniar: Salir de paseo al centro.
hacer vueltas: todavía significa realizar trámites burocráticos, hacer pagos o compras casi siempre en el centro. Por otro lado, se dice bajar al centro por la geografía de la ciudad: la mayoría de los barrios se ubican en las faldas de la montaña, mientras el centro se encuentra en la parte plana del valle.
Ponchar: del inglés ponch, golpe. Una expresión que se suele usar como referencia al golpe de flash.
generalmente una chica bien presentada: es un eufemismo muy usado en los bares del centro, cuando se solicitan mujeres para el trabajo de meseras y otros servicios. Fue una expresión usada por uno de los fotógrafos.
Salado: o maldecido como parte de un ritual de magia negra.
mercado: Según los datos, en 1965 la cámara tenía un costo de 8 pesos.
experiencia: Se dice que algunos laboratoristas calibraban la densidad del negativo utilizando la luz de un cigarrillo. A una señal desde el interior del cuarto oscuro, un aprendiz introducía un cigarrillo prendido por la ranura de la puerta y el laboratorista succionaba el cigarrillo para iluminar suavemente la película y de ese modo determinaba el tiempo de revelado.
propósitos: Los negativos eran comprados por los fabricantes de ciertos tipos de pitos para elaborar las lengüetas. Del mismo modo se dice que los brujos de la época compraban los negativos por bultos para usar las imágenes en sus encantamientos. Servían para ilustrar enemigos confeccionados a la medida y para encontrar parecidos con los clientes de turno. Este argumento, perfectamente enmarcado en los usos mágicos de la Fotografía, fue usado por algunas de las personas consultadas, quienes declaraban que no les gustaba que les tomaran fotos, pero cuando ya había ocurrido, procuraban recoger la imagen para evitar que quedara en otras manos.
esplote: Con toda seguridad la palabra deviene de Explote, pero con el uso se ha modificado.
perratiaron: Actuar de manera desleal y ofrecer los servicios por un costo abaratado y sin calidad.
vagabundiaban: Expresión usada por los fotocineros y que describe el comportamiento muy indisciplinado que era característico de la gran mayoría de los fotógrafos.
traquetos: Onomatopeya que popularmente le da nombre a los nacientes capos de la droga.
maltraía: Típica expresión de la música popular conocida como guasca. Se asocia al malestar del desamor.
El Astor: es tal vez el más emblemático y tradicional de los merendeaderos de la calle Junín. En este sitio se vendía entre otras cosas la copa de novios, una copa de helado con 2 cucharas. Además del componente romántico que implicaba, se dice que los novios lo preferían por el costo.
el primer paso: Otra de los trucos que solían usar las muchachas de la época para saltarse la normatividad estaba relacionada con la presencia de los piroperos en ciertos lugares ya conocidos. Según los relatos, cualquiera que estrenaba vestido, peinado o simplemente quería un halago, propiciaba un paseo por los lugares donde estos “piroperos profesionales” se ubicaban