Tras la invención, los usos que se le han dado a la cámara fotográfica han sido infinitos, demostrando sobre todo su enorme versatilidad y capacidad de adaptación. Un instrumento tecnológico concebido como las más alta apuesta de la mentalidad positiva para dar cuenta de la verdad del mundo. De ahí que sus cualidades de registro fueran condicionadas por la expectativa de la verosimilitud y en su forma más tendenciosa, por la búsqueda de la objetividad.
No obstante la apuesta de origen, la fotografía ha colonizado espacios que podrían parecer contradictorios. Por un lado, en la versión objetivante, se recurre a la imagen fotográfica como un instrumento cualificado para servir de útil en investigación científica. Por otro, en su uso más popular, la imagen fotográfica se utiliza a la manera de un contenedor de emociones. Y contenedor es una expresión que funciona muy adecuadamente, ya que a la vez almacena, pero lo hace de un modo tal que los márgenes de la foto funcionan como un dique de retención, sólo hace falta el gatillo que detone toda la energía explosiva contenida en el encuadre. La colección de fotos que solemos llamar álbum de familia es un conjunto de imágenes cargadas de dicho potencial cinético y que probablemente guardamos y ponemos en operación con esa intención. Está claro que podemos extraer de ellas todo tipo de informaciones valiosas para un desciframiento de costumbres, modos, usos sociales, políticos o económicos, pero en estos ámbitos, casi podríamos afirmar que se esteriliza de lo que constituye su mayor potencia: un vehículo para la emoción. Se trata del asalto de la imagen. Un gesto de ataque que todos hemos experimentado y que Roland Barthes ha descrito muy bien en su célebre libro “La Cámara Lúcida”.
En el año 2003 en una conversación completamente ajena a cualquier preocupación académica o artística, se mencionó la existencia de un archivo fotográfico muy particular: no de un personaje reconocido o patrimonial, ni de un período histórico relevante, sino de un tipo de fotografía ya en desuso, más cercana a una destinación comercial que al arte.
El relato era esclarecedor. Ocurrido varios años antes de la conversación: un carretillero, de los que obtienen su sustento del reciclaje de desechos y basuras, ofreció para la venta a un comprador casual un material que no parecía tener mucho valor. En principio el comprador se interesó porque se trataba de una serie de latas de película cinematográfica. No obstante, al momento de tomar en sus manos una de las latas, por el peso se dio cuenta que contenían algo, probablemente película velada. La intriga era suficiente para aumentar el interés. Pero tal como aconsejan los “manuales” para estos casos, el comprador mantuvo su posición y con desdén hizo la mínima oferta.
Luego del regateo de rigor, el carretillero vendió, por el valor de las latas, un material que se había encontrado en la calle y sobre el cual no tenía ningún interés particular. Y el comprador obtuvo unas baratijas que, en el peor de los casos, podían ser usadas como objetos decorativos. Tanto el reciclador como el comprador se fueron seguros de haber hecho un buen negocio. La gran sorpresa se produjo cuando el comprador abrió una de las latas. Se dio cuenta que contenían hasta el tope y de manera bastante ordenada una serie de negativos ya expuestos y revelados. Las imágenes parecían corresponder a un tipo de fotografías muy comunes en los típicos álbumes familiares de la ciudad.
En aquel momento de la reunión, aunque mi interés ya había sido atrapado y prometimos un encuentro pronto para echarle un ojo a los negativos, no fue posible concertar la cita y la historia no pasó de quedarse como tal.
Pasaron casi 2 años en los que siempre rondó en mi cabeza la idea de hacer algo con ese material. No tenía muy claro el qué. En todo caso suponía el valor nostálgico y patrimonial del conjunto.
La ocasión se presentó con la convocatoria de las becas de creación de la Alcaldía de Medellín. Junto con el artista Diego Arango propuse una obra de creación que partía de la recuperación del archivo y que se tituló con el genérico: Proyecto Transeúntes.
En ese momento dio inicio la que se convertiría en la primera etapa de un proceso de investigación-creación que sigue vigente hasta la fecha.
En el año 2006, en la convocatoria de proyectos del Comité para el Desarrollo de la Investigación –CODI– de la Universidad de Antioquia, se presentó otra oportunidad para realizar una nueva propuesta, esta vez la hice partiendo de la constitución de un grupo de investigación y la definición de una serie de roles operativos: yo como investigador principal, dos estudiantes, Diana Sánchez y Oscar Sánchez en el papel de investigadores en formación (uno de la Facultad de Artes y otro de la Facultad de Comunicaciones); y 2 profesores, Eduardo Domínguez y Viviana Garcés, que hiceron las veces de asesores. Para este segundo momento se concibieron varias tareas, la primera y la más difícil, fue la de buscar y contactar a cuantos fotógrafos hubiesen participado del fenómeno –y que pudieramos localizar–. Para la segunda, se emprendió una campaña de búsqueda de los personajes que aparecían registrados en el archivo. Con tal propósito se publicaron en la página web del proyecto un número aproximado de 1500 imágenes que se sumaron a las 1000 ya existentes de la primera etapa. El diseño de la galería de fotos se realizó considerando el elemento fundamental con el cual inicio este texto: el azar. Un asunto que se hace explícito no sólo en los métodos de producción de las imágenes, sino también en la manera cómo se produjeron los acontecimientos que rodearon dicha producción, además de las muchas casualidades que se sumaron en todo lo relacionado con el descubrimiento del archivo.
Precisamente la localización de los fotógrafos ocurrió como producto de contactos fortuitos, pero que a la postre, nos condujeron a fuentes de inestimable valor para el desarrollo de la investigación. A partir de los testimonios dados por varios de estos personajes fue posible fijar algunas fechas, personajes y situaciones que intervinieron en esta singular práctica fotográfica. También entramos en una trama mitológica que fue, tal vez, uno de los componentes más atractivos de la investigación. A traves suyo nos dimos cuenta, por ejemplo, que el nombre con el que ellos mismos bautizaron a este tipo de fotogrfía callera era el de Fotocine o Fotocinería. Una caracterización que nos condujo al encuenetro de una narrativa plena de citas y que demandaban el desciframiento.
Esta etapa la bautizamos con un nombre descriptivo, pero por si mismo, muy intencionado. Se llamó: las historias mínimas del anónimo transeúnte.
Está claro que cuando tuvimos en nuestro poder este conjunto de imágenes llegadas del pasado, y que de un modo directo, en una primera capa, daban cuenta de una época y un lugar específicos, formulamos un inventario de intenciones con distintos objetivos, casi todos relacionados con el volumen de información que podía ser extraída del archivo (antropológica, sociológica, etc.). No obstante, rápidamente otra alternativa nos sedujo al punto de convertirse en el norte de la exploración. Un recorrido que nos sumergió en el laberinto de las emociones humanas desde una aproximación cercana, “cara a cara”, la misma que se convirtió en el propósito fundamental del proyecto: explorar los relatos contenidos en las imágenes desde la perspectiva de las historias mínimas. Esto es, teniendo en cuenta el tipo de imágenes del archivo, no había lugar para la grandilocuencia a la que nos tiene acostumbrados la Historia, la que se construye a través de los hechos remarcables; sino, que empezaron a surgir las muchas historias –con minúscula– cuyos protagonístas eran los sujetos anónimos que transitaron las calles de Medellín en una época específica y de una manera absolutamente aleatoria.
En el año 2018, en una nueva convocatoria del Comité para el Desarrollo de la Investigación –CODI– de la Universidad de Antioquia, se presentó la oportunidad de desarrollar una nueva etapa del ejercio de investigación-creación que ya había cubierto varios trayectos. En este caso con la participación de la artista brasileña Cándida Borges en el rol de coinvestigadora, David Romero como investigador en formación y el apoyo técnico y de gestión de Esteban Henao y Livia Borges, se configuró una exploración en la que el universo sonoro se convirtió en el nuevo escenario de exploraciones de las historias mínimas, razón por la cual el proyecto e investigación-creación se denominó Las sonoridades del anónimo transeúnte.
Equipo de investigación
Gabriel Mario Vélez (Colombia)
Decano de Artes y Profesor @ Universidad de Antioquia (CO) y Post-Doc en Artes @ Universidad Nacional de Córdoba (ARG), Doctor en Artes @ Universidad Complutense de Madrid (ESP); Fellow Massachusetts Institute of Technology.
Cândida Borges (Brazil/ US)
Profesora asociada @ Unirio (BR), Investigadora asociada @ Universidad de Antioquia (CO), Investigadora visitante @ Columbia University (EE.UU), Estudiante de doctorado @ Interdisciplinary Center for Computer Music Research/Plymouth University (UK).
Esteban Henao (Colombia)
Ingeniería y desarrollo técnico
Ingeniero de sonido @ Universidad de San Buenaventura (CO) y CEO @ Sonora Ingeniería Acústica.
Lívia Borges (Brasil/Portugal)
Gerente de proyectos
Economista @ Universidad Federal de Río de Janeiro (BR), MBA en Finanzas Corporativas @ Fundación Getulio Vargas (BR) y Maestría en Estudios Internacionales @ Instituto Universitario de Lisboa (PT).
David Romero (Colombia)
Productor técnico
Coordinador @ Crealab en la Universidad de Antioquia (CO); Estudiante de Maestría en Artes @ Universidad de Antioquia; Licenciado en Educación en Artes Visuales @ Universidad de Antioquia.